« A Ortega Lara le iban a dejar morir de hambre, después de 532 días secuestrado »

« Hormigón sobre la memoria de Ortega Lara » es el título del artículo que el pasado 1 de julio publicó El Mundo firmado por Fernando Lázaro. En esta entrevista, el periodista y escritor nos habla del secuestro de Ortega Lara, de cómo su carcelero Bolinaga (a quien el gobierno del PP se apresuró a liberar por una enfermedad « terminal » que le permitió vivir dos años fuera de la cárcel) quería dejarle morir de hambre cuando la Guardia Civil estaba a punto de encontrarle, de cómo alguien dijo que ese zulo -de 3 metros de largo por menos de 2 de alto y a 3 metros bajo tierra- debía enseñarse a la gente cuando hablara de las bondades de ETA… También nos cuenta cómo fueron las relaciones de la familia de Ortega Lara con el gobierno durante el secuestro y de muchas cosas más.

El 1 de julio de 1997 la Guardia Civil encontró por fin a José Antonio Ortega Lara, encerrado en un zulo en unas condiciones infrahumanas, en donde la banda terrorista ETA lo tuvo retenido durante 532 días.

Tenía 37 años cuando, el 17 de enero de 1996, dos pistoleros de ETA le abordaron en su garaje cuando regresó del trabajo en La Rioja y le metieron en el maletero de su coche. Atrás dejaba sin saber si volvería a verlas a las dos personas que más quería, las que le demostraban a diario que sus esfuerzos en los complicados años previos para labrarse un porvenir habían merecido la pena. Se acordó también de sus seis hermanos -él era mellizo de una niña que falleció en el parto-; de sus juegos rurales en Montuenga, en la pedanía de Madrigalejo del Monte (Burgos), donde nació y pasó parte de su infancia; de sus padres, agricultores y ya fallecidos en aquel entonces, con los que compartió horas y horas en los huertos del pueblo; de cómo la modernidad prácticamente enterró el campo y los hermanos buscaron el futuro en la ciudad, a 30 kilómetros; de sus inquietudes espirituales, fortalecidas tras su paso por un centro de formación agrícola gestionado por los salesianos; y de cómo se hizo maestro antes de aprobar las oposiciones que le permitieron acceder al cuerpo de funcionarios de prisiones. Esos pensamientos serían su nutriente vital en el agujero que los etarras fabricaron para él en Mondragón.

La organización terrorista secuestró a Ortega Lara y, por extensión, a su esposa, Domi, en un sinvivir desde que ETA asumió la acción y exigió al Ejecutivo de José María Aznar el acercamiento de los reclusos a cambio de su puesta en libertad. Su hermano Isaac, destinado entonces en Bilbao, respondió a la petición de ayuda de Domitila y asumió el difícil papel de ejercer de portavoz de la familia. «Le dije que tenía que vivir lo que a ella le correspondía. Saber que era la esposa de una persona secuestrada que en un momento determinado iba a necesitar su ayuda y también la madre de un niño al que le faltaba el padre y del que por tanto tenía que ser padre y madre a la vez. ‘Eso sólo lo puedes hacer tú’, le insistí. ‘Todas las demás cosas las podemos hacer nosotros’», evoca el religioso en su despacho del colegio Salesianos de Deusto, del que ha sido director los últimos seis cursos. Domi asumió los consejos de su hermano y sus allegados más próximos cimentaron unos robustos pilares afectivos en su entorno que le sirvieron de agarradero cuando la montaña rusa en la que se convirtió su existencia se volvía insoportable. «La familia fue fundamental», subraya Isaac Díez.
Metódico hasta la obsesión, el funcionario, militante del Partido Popular desde 1987, era de costumbres fijas y su vida social más allá del círculo familiar era casi inexistente. Viajes permanentes en su ‘Opel’ de Burgos a Logroño, ida y vuelta, recoger a Dani en la guardería, paseos por el barrio con su mujer y su hijo, visitas a su pueblo… El anonimato de lo cotidiano, la felicidad de lo sencillo, la tranquilidad de lo conocido en Gamonal y Montuenga. Los etarras lo tuvieron fácil para controlar sus movimientos antes de encañonarle en el garaje y conducirle a la galería del horror.
«¿Sabes quiénes somos»?, le preguntaron. Sí lo sabía, pero no les dio ese gusto. Silencio. José Luis Erostegi Bidaguren, Javier Ugarte Villar, Josu Uribeetxeberria Bolinaga (ya fallecido) y José Manuel Gaztelu Otxandorena habían recibido la orden de la dirección de ETA de secuestrarle y, en la última etapa del cautiverio, cuando la cúpula etarra tenía ya claro que el Gobierno no iba a ceder a sus pretensiones, de ejecutarle de un tiro o asesinarle dejándole abandonado en el zulo. Ni siquiera en la madrugada del 1 de julio de hace dos décadas, cuando les detuvieron, los terroristas facilitaron su paradero a los agentes de la Guardia Civil que finalmente encontraron el escondite.

Las imágenes de su liberación, aferrado con el rostro desencajado a las manos de su esposa y su cuñado en un lento y titubeante caminar con la mirada perdida, convulsionaron a la sociedad española, testigo del padecimiento de un hombre al que trataron de arrancarle el alma. Sus ojos, azul del cielo que veía 532 días después, habían perdido claridad, y su voz, apagada, era casi inaudible. «No te preocupes, sé muy bien que hoy es 1 de julio», le susurró a Isaac, quien, «muy preocupado» por su estado de salud, solicitó de inmediato el informe médico.

Luego, en el helicóptero que les trasladó desde el Cuartel de Intxaurrondo, en San Sebastián, a Burgos, habló también, ya más calmado, con Domi. Más con miradas que con palabras. «Las preguntas que se hacen ellos no son las que se hace la gente. No hay tiempo para pensar en las preguntas lógicas, en las preguntas que hacen los periodistas… Nosotros hablamos de sentimientos», reflexionó en aquel momento el portavoz en la entrada de la residencia familiar. «¿Todo esto es por mí»?, dijo el recién liberado a los suyos abrumado por el gentío que le esperaba en su barrio. En ese instante Ortega Lara tuvo claro que, si no claudicó en el zulo, tampoco lo haría ahora, cuando había recuperado en unas pocas horas todo lo que había dado por perdido.

Lejos de autocompadecerse, ya al día siguiente de su liberación volvió a tirar del manual que le había mantenido a flote durante el cautiverio. Familia -preparó él mismo el desayuno como un signo de normalidad en su regreso al hogar-, convicciones religiosas -quedó en paz con Dios después de año y medio de enfados y reencuentros- y método -disciplina férrea en la terapia psicológica para hacer pie en el presente y en los primeros pasos del futuro-. Entre visita y visita a su vivienda de amigos y personalidades políticas, encontró tiempo para acercarse a su pueblo, al que le gusta volver siempre que puede para visitar a sus padres en el cementerio y para dar largas caminatas por sus campos y veredas.

Fueron seis meses de tratamiento intensivo con el objetivo de curar las heridas en la medida de lo posible. Las cicatrices eran profundas y verbalizar lo padecido en el zulo, un escalón indispensable para empezar a salir del túnel, no era nada fácil. Se esforzó al máximo y con el tiempo consiguió hacerlo, aunque aún le queda alguna secuela de aquella experiencia tan traumática. Ortega Lara no puede dormir con la persiana cerrada del todo, necesita ver un resquicio de luz.

Su familia y los médicos le recomendaron que se acogiera a la prejubilación que como víctima le ofreció el Ministerio del Interior. Le costó, y mucho, aceptar el consejo porque había obtenido una plaza fija en Soria, pero lo pensó bien y transigió. El juicio a sus secuestradores se celebró en junio de 1998. Pidió no acudir a testificar y el tribunal aceptó la solicitud, con el informe favorable del Ministerio Público. La sentencia se conoció justo un año después de su liberación: 32 años para cada uno de sus captores por un delito de secuestro terrorista y otro de asesinato alevoso en grado de conspiración, con el agravante de ensañamiento.
(Fuente: IDEAL)

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